CVC. El «Quijote» en Perú. Preludio cervantino. Luis Alberto Sánchez. (2024)

Por Luis Alberto Sánchez*

Toda conmemoración tiende una artera red a lo consabido. Por insigne que sea la causa, no tarda el tiempo en volverla tópico. Igual que siempre, la unanimidad surte de ripios al conocimiento. De esta manera, Cervantes, al cabo de cuatro siglos de su natalicio, parece, ahora, mucho más que cuando publicó el Viaje del Parnaso,

cisne en las canas, y en la voz un ronco
y negro cuervo...

Tal el precio de la gloria: permisión irrestricta a comunitario despojo de lo más insobornable: la sensibilidad, rebajada al nivel de lo menos indiscutible: el pensamiento. Puestos a considerar la efemérides cervantina, salta al punto la tentación de componer, con adecuado instrumental erudito, generalmente habido de tercera, si no cuarta mano, una reseña más o menos doctoral sobre la concomitancias de cualquier jaez que el aludido tuvo con las Américas, a que pertenece el Perú, preclaro centro de retorcidos ingenios. Cuando esto ocurre, la desenfadada Clío pretende ocupar el puesto de Talía, Euterpe y sus demás hermanas, sin excluir a Terpsícore, convirtiendo en comprobación empalagosa y hostil lo que debiera ser tan sólo convitepara recrear, o sea a crear de nuevo la imagen de don Miguel, nombre que, de suyo, despierta el recuerdo de otro su tocayo, en quien las angustias se vistieron de paradojas, tal como en nuestro conmemorado se disfrazaron de burlas: así, de dos Migueles, ambos españoles, surgen elQuijote de las andanzas y narraciones (el de Cervantes), y elQuijote de las, si me permitís, «meditanzas» y contradicciones (el de Unamuno).

Debiera, en gracia al día y a la sede, abordar el tema de Cervantes en su relación con la literatura peruana. Pero, mientras escribo, preveo el sádico afán de eminentes comentaristas, encorvados sobre librotes y cuartillas, rompiendo péñolas o fatigando teclas, todos urgidos del mismo interés a su manera patriótico: brindarnos un Cervantes servido ad usum peruvicum; y yo que, por obediencia al protocolo y a la cortesía, no siempre sinónimos, llegaría tarde, vista la retardada fecha de mi elocución, a pesar de haber partido en idéntica carrera hace un cuarto de siglo, veome forzado a sofrenar el ímpetu de Clío, con quien, aunque a regañadientes, hemos convenido su deliberado relegamiento al supletorio rango de las citas bibliográficas, a donde irá a buscarla quien lo quiera, pero a donde no empujará a nadie, que larga experiencia ha adquirido, y a muy alto costo, en orillar innecesarias ceremonias.

Quedamos, pues, en que trataré de presentar un Cervantes en relación con lo peruano y los peruanos, mas sin pagar nada, o tratando de pagar lo menos, a Caronte, pues no puede ser otro el guía cuando se permite caer al pensamiento en el Averno de la erudición, disciplina no muy accesible, verdad, pero tampoco, y eso compensa, muy atractiva. De donde resulta que mi estudio, o discurso, consta, como el contrapunto, de una voz estridente, la aquí dicha, y otra de simple acompañamiento, la no más que leída por quien se atreva a cruzar, huérfano de reserva imaginativas, el Rubicón del mucho citar y poco decir.

¿Será aquí oportuno volver la vista a aquella página en que Paul Valéry, discutiendo la sentencia de la poesía, reprocha aesta usar un lenguaje demasiado preciso, que no concuerda con la congénita imprecisión de la vida? Como nunca dejé de sentir a Cervantes, en su calidad de ser vivo, rehuyo el exceso de prolijidad externa, por si de tal manera, prefiriendo la conversación a la oratoria, nos allegamos un poco más al verdadero Cervantes, y podemos discurrir durante algunos minutos en una atmósfera, por su ausencia de fanfarronería, agradable, a quien hasta en su criatura más enfática, elQuijote, supo mantener inefable don humano, merced al cual la sonrisa deshace eficazmente el jactancioso alarde de lo caballeresco.

I

Cervantes nació el mismo año en que terminaba la conquista del Perú. Tras la inconfundible silueta de Pedro de la Gasca, clérigo de mucha sagacidad, grueso vientre y flaquísimas piernas, parpadeaba el último sol de los primitivos gerifaltes, dueños de una ancha tierra habida con su esfuerzo. Nada influyó dicho nacimiento en día no bien averiguado, sobre los sucesos de España y América: tampoco tienen conexión ni dependenciaestos con respecto a aquél. No soy de los que, por ejemplo, creen, como Germán Arciniegas, que la persona y la gesta de Gonzalo Jiménez de Quesada1 determinaron el apellido y hasta las peripecias delQuijote, pero jamás he de negar que a un aprendiz de héroe, bachiller en prisiones y doctor en impagas deudas, dejole, sin duda, huella indeleble el espectáculo o la leyenda de un mundo remoto y en trance de adolescencia. A ello habrían de sumarse tremendos hallazgos, tales como el inaudito arribo de sorprendentes frutos e inesperados tipos a Sevilla; esa brusca e insólita taracea de papas, chismes, petitorios, maíces, guacamayos, codicias, azogue, plata, ensueños, chirimoyas, perlas, envidias y expectativas que presentó a Europa la España de mediados del xvi, orgullosa de lo ajeno y despavorida de sí misma. Bueno será agregar que una rama de la familia de nuestro autor, oriunda de Galicia, diz que ya contaba con un espontáneo delegado en las Indias occidentales, y que las noticias de allende el mar rodaban estrepitosas en los hogares ibéricos, sin excluir el de don Rodrigo Cervantes, como bolos en feria dominguera.

Hago gracia, pues ha de haberse repetido con abuso en estos días, de todo cuanto linda con la vida de don Miguel, inclusive su mutilación en Lepanto y su cautiverio en África. Dejo de mencionar, con grave menoscabo de mi reputación magisterial, la célebre y bien troquelada frase con que, en las Novelasejemplares, se refirió a la batalla de su manquera, y omito adrede el reglamentario comento a las encarnizadas luchas entre sarracenos y cristianos, para anclar blandamente en una ocurrencia que, aunque quizás irreal, da ganas de imaginarla cierta, para explicamos el Quijote a nuestra guisa, y dar solaz al confeso jingoísmo americano: quiero aludir a la coincidencia entre la muerte de Jiménez de Quesada, auténtico y tozudo aventurero de Indias, y el regreso de Cervantes a España, después de su amarga experiencia de cautivo. Conviene también situar aquí, es decir, en las inmediaciones del 580, a nuestro compatriota el Inca Garcilaso, pues ello concurre a formar una temperatura novelesca dentro de la cual se encrespa la retórica, al par que la codicia documental lame las plantas del puntillismo evocativo.

Cervantes se encontró, a su regreso de Argel, con pocas tareas a la vista: unas cuantas puertas abiertas, digo, entornadas, y una vasta esperanza, no cerca, sino en ultramar. Como era natural, golpeado cual se hallaba, no quiso probar fortuna lejos, tan de improviso. Le huía al riesgo después de haberlo frecuentado en demasía. Se limitó, por eso, a ensayar prosas y versos a la manera itálica. En 1583 finó los originales de La Galatea, que aparecería al cabo de dos años, mientras iba tratando de abrirse paso hacia el Nuevo Mundo.

Por propio dicho cervantino, inferimos que un su amigo peruano, Juan Dávalos y Ribera, flor de señorones limeños, fue uno de sus principales proveedores de datos ultramarinos. En el Canto de Calíope, aparece una farragosa Clío —que no Calíope—, vertiendo indiscriminados elogios a todo escribidor a tiro de pluma2.

Y así me parece —exclama la Musa— que será bien daros alguna noticia agora de algunos señalados varones que en esta vuestra España viven, y algunos en las apartadas Indias, a ella sujetas, los cuales, si todos o algunos de ello su buena ventura les trajere a acabar el curso de sus días en estas riberas, sin duda alguna les podéis conceder sepultura en este famoso sitio.

La elocuente Calíope, muy profesora de urbanidad y buenas costumbres, aclara: «Junto con esto os quiero advertir que no entendáis que los primeros que nombrare son dignos de más honra que los postreros, porque en esto no pienso guardar orden alguna».

Para regocijo de Zoilo anoto que en el párrafo trascrito, no está, rigurosamente, lo mejor de Cervantes: abundan repeticiones y hiatos: mas el vigoroso genio de su autor, resiste con ganancia cualquier yerro, y hasta lo vuelve adorno.

Sabemos, con fastidio de abrumado lector, que (a renglón seguido) la locuaz Calíope se lanza a encomiar a numerosos escritores, y que de ellos corresponden 16 a residentes en el Nuevo Mundo, y de los 16, diez, si no once —habría que discutir el caso del «Capitán Salcedo»— tocan al Perú, a saber: Diego Martínez de Ribera, Alonso Picado, Alonso de Estrada, Juan Dávalos de Ribera, Sancho de Ribera y Bravo de Lagunas. Pedro de Montesdoca, Diego de Aguilar y Córdoba, Gonzalo Fernández de Sotomayor, Enrique Garcés, y Rodrigo Fernández de Pineda.

Sabemos también, que las noticias acerca de tales señores fueron casi agotadas por don José Toribio Medina en su opúsculo: Escritores americanos celebrados por Cervantes en el Canto de Calíope (Santiago, 1926), en que el polígrafo chileno me concede el honor de varias menciones, unas veces para corregirme, otras para confirmarme, aunque, la verdad, casi siempre que toca lo segundo prefiere callar, y, en cambio, no esquiva la oportunidad de nombrarme cuando se trata de lo primero. Por tal causa, mis veinte años —edad en que publiqué el libro Los poetas de la Colonia allí aludido— consagraron vehemente admiración a don José Toribio, al comprobar que un sabio es también capaz de sentir las flaquezas de los demás mortales. Nada hay tan engorroso como la petrificación de los maestros sobre el plinto de una ciega adhesión servicial. Medina era, a más de experto cazador de misterios bibliográficos, hombre apasionado y hasta injusto. Me halaga sobremanera tributar aquí, adonde vino en urgida visita hace dieciocho años, el homenaje de mi reconocimiento a su espléndida y fecunda imperfección cordial.

Como suele ocurrir, maestro tan eminente ha dejado numerosos discípulos, en ocasiones, por la contumaz pulcritud de la pesquisa, en otras por el desenfado en omitir incómodas paternidades. Por lo que me toca, tanto me han callado, hasta en mis devaneos eruditos menos importantes, que he concluido por agradecer como expresión de entrañable afecto las reticencias y los silencios, de no muy buena intención, con que ciertos voraces suelen subrayar mis parvos logros de estudioso desafortunado.

Después de lo dicho por Medina en aquel opúsculo, apenas cabe agregar una que otra apuntación de menor cuantía, respecto a los incógnitos escritores peruleros loados por Cervantes. Una canongía, aquí, una capitanía allá: esta encomienda acullá; aquella perpetración rimada por allí: esotro laude de algún famoso y benévolo poeta; en fin algún expediente de servicios, en lo absoluto ajenos a lo literario, no justifican, no, jamás, no justifican la encendida glosa de La Galatea, y, antes por el contrario, despiertan duda acerca de la perspicacia y la honestidad críticas de su autor.

Porque nada tiene que hacer con las letras el que Juan Dávalos y Ribera participara en la campaña contra Francis Drake, y recibiese como militar, elogios de Miramontes y de Oña; ni avaloran sus ignorados frutos intelectuales, los pecaminosos contubernios de su hermana doña Leonor de Valenzuela con el inquisidor e inquisicionado Francisco de la Cruz. Tampoco influye en la gloria poética el hecho de que Alonso Picado fuese hijo, sobrino, hermano o nieto del secretario de Francisco Pizarro; mucho menos constituye blasón lírico el que Diego Martínez de Ribera resultara alcalde o hijo del alcalde de Arequipa. Las letras siguen su propia ruta, en nada comparable a la dactiloscopia, ni al inventario notarial, disfraces y falsificaciones de la historia, incompatibles con la literatura.

De aquella pléyade, o caterva, según se escoja, de incógnitos verseadores, no más de tres, y acaso no más de dos, despiertan curiosidad estética. Los tres serían: Diego de Aguilar y Córdoba, Sancho de Ribera y Enrique Garcés; los dos serían Garcés y Ribera. Desde el punto de vista nacional, la cifra se reduce a uno: Sancho de Ribera, hijo de Nicolás de Ribera, «el Mozo», y de doña Inés Bravo de Lagunas: hombre de pelo en pecho y pésimo carácter, cuyo estoque no se curaba de sotana o uniforme, y cuya pasión por el teatro le llevó a proteger comediantes y comediógrafos y hasta a comprometerse a escribir una pieza que jamás alcanzó su alumbramiento y de la que sólo quedan los rastros recogidos por Guillermo Lohmann, con más voracidad histórica que perspicacia crítica3. Aguilar y Garcés vinieron de la Península Ibérica. El primero escribió los versos o prosas de El Marañón, en torno del cual discurren los historiógrafos, sin audiencia de literatos; y los diálogos de Lasoledad entretenida, según las noticias del prolijo Calancha4. El segundo nos ofrece excelentes traducciones de Camoens y Petrarca, y hasta un puñado de versos originales, alusivos al Perú, de que conviene dejar constancia notarial, para engastar a su autor en la sarta de versificadores peruleros, término distinto y hasta opuesto al de peruano.

Cuando leo a Garcés me acuerdo del ecijano Diego Dávalos y Figueroa, autor de la Misceláneaaustral y Defensa de las damas, a principios del xvii, textos que consulté en la biblioteca de Jacinto Jijón y Caamaño, en Quito. No me inquietan los preliminaristas de Garcés, llámense Pedro Sarmiento de Gamboa o el Licenciado Villarroel, ni disquisiciones tan finas como el siguiente cuarteto:

Yo no puedo entender cómo pudiste
estando en tantas partes derramado,
dar al Petrarca, en lengua trasladado,
diversa de la que usando tú naciste;

ni los encomios a Sancho de Ribera, el cervanteado, pues que, en literatura, hasta donde alcanza mi conocimiento, importa más la creación que la glosa y que la biografía. Hablemos, pues, de creación. En las estrofas tituladas «El traductor a su trabajo», menudean las notas sobre su persona, y en la titulada «Del traductor a imitación de Italia mía, ben che parlar dia in danno», reluce una envidiable osatura poética. Empieza así:

Aunque mi hablar, Pirú, venga a ser vano
a daños tan notables,
como en tu cuerpo y tan continuo sientes
querrían fuesen tanto lamentables
los versos de mi mano,
y a compasión moviesen todas gentes.
A ti vuelvo mis mientes,
Rector del cielo, y pido me consientas
que este rincón del todo se consuma,
que no es tan chica suma
la que de tus ovejas apacientas.

Me gusta más la composición rotulada «De Paulo Panza que traducía Enrique Garcés para su hija Ana Garcés monja», donde escancia versos tan adorables como este:

el mundo es humo, que en un soplo muere.

Lo dicho conduce a presentar a Cervantes como exégeta superficial, asaz llevado y traído por amistades profanas; repetidor de lugares comunes y versiones ajenas. Al escribir sobre Garcés, se muestra como si hubiese conocido la traducción de éste, impresa sólo ocho años más tarde. Bien pudo ser que Dávalos u otro, le diesen a conocer el original, o bien que se limitara a seguir las opiniones de su amistoso informante, por condescendencia, o por facilitar su propio viaje al codiciado Nuevo Mundo, a lo que se debería el súbito interés de tan grande escritor por tan chicos escribientes.

En este punto asáltame el temor de que se me tenga por distraído, ya que Cervantes, refiriéndose, por ejemplo, a Montesdoca, insiste, en el Viaje del Parnaso:

Desde el indio apartado del remoto
Mundo, llegó mi amigo Montesdoca
y el que anudó de Arauco el nudo roto.

Además, acuden, para contrariar mis desaforadas conjeturas, las de quienes afirman que el Juan de Avendaño, protagonista de Lailustre fregona, era un viejo amigo de don Miguel, a quien éste pretendía arrimársele, sabido que en Potosí, donde aquél residía, la plata y el azogue se recogían con facilidad y a espuertas. No falta, además, quien asomándose al hombro, gruña, mientras hago padecer a las teclas, que en el Quijote se menciona a América varias veces, y una al Perú, este último en la historia del Cautivo: que en El Licenciado Vidriera se destaca la tácita rivalidad urbana entre México y Venecia, «ciudad que a no haber nacido Colón, en el mundo no tuviera semejante»; que en la comedia Elrufián dichoso figura, un poco traído de los pelos, cierto «virrey de México»; que en el soneto «A un ermitaño», cuyo primer verso dice: «Maestro era de esgrima Campuzano», asoma esta otra alusión:

quiso pasar a Indias un verano...

que en La entretenida y en Pedro de Urdemalas hay otros tiros sobre América, todo lo cual, y mucho más, constituye el lógico preámbulo del cervantesco propósito de pasar al Nuevo Mundo, empeño expresado sin atenuantes, hacia el mes de mayo de 1590, y denegado, con suma celeridad, por Felipe II, el 6 de junio. Alguna vez, siquiera para, errando en lo individual, acertar en lo colectivo, hubo de correrle prisa al parsimonioso emparedado deEl Escorial.

Conviene aquí, para los correspondientes efectos melodramáticos, imaginar que Cervantes conoció a nuestro Inca Garcilaso, regresado yaeste de sus andanzas guerreras, clérigo y además deudor de don Luis de Góngora, tan gran poeta como cauteloso financista.

Para justificar mis aspiraciones a crítico, debo insinuar la posibilidad de semejante amicicia, y hasta la certidumbre de que don Miguel, apurado de conocimientos indianos, llegó a leer los borradores de La Florida y los Comentariosreales, aunque tropiezo con el obstáculo de cierto pasaje en el prólogo de la primera parte del Quijote, en que, refiriéndose a León Hebreo, cuyos Diálogos del amor tradujo nuestro Inca, en Madrid, el año de 1590, se dice: «si tratándose de amores, con dos onzas que sepades de la lengua toscana, toparéis con León el Hebreo, que os hincha las medidas». En 1605, Cervantes no demostraba, pues, haber leído la traslación del italiano al español que Garcilaso publicara quince años atrás.

A pesar de tan paladina evidencia, alguno cederá a la tentación de parangonar a ambos personajes. La cronología autoriza a hacerlo: el mismo año de 1605 se publicaron La Florida del cusqueño y el Quijote del español; y el mimo día del mismo mes y año entregaron ambos su alma a lo Insondable. De todos modos, Cervantes no menciona al Inca, a pesar de sus veleidades peruleras. Probablemente, Dávalos o cualquiera otro informador era hostil e ignorante de la gloria y el genio de nuestro nunca bien ponderado cronista: los que se curan de estirpes suelen condescender al adulo: Cervantes entre ellos.

Llegamos a las fronteras del Quijote. Cuenta don Ricardo Palma, narrador adorabilísimo, que el primer ejemplar llegó por la vía de Acapulco, a manos del gobernante conde de Monterrey, y queeste lo facilitó al P. Diego de Hojeda, quien voló a su Recoleta a regodearse con esa prosa que no le serviría para la composición de La Cristiada5. Rodríguez Marín, que no se sustrajo al influjo palmesco, rebate la versión del tradicionista, sin avanzar mucho6. Por lrving A. Leonard y José Torre Revello sabemos lo que hacía falta7.

En marzo de 1605, esto es, dos meses después de la primera edición del Quijote, el librero Juan de Sarriá entregó en Sevilla para que fuesen inspeccionadas por el Santo Oficio, 61 cajas de libros que destinaba a su socio Miguel Méndez, librero de Lima. En aquellas cajas figuraban 100 ejemplares de la novela de Cervantes. Después de peripecias naturales en aquellos tiempos, alcanzaron el lugar de su destino enmayo de 1606. El correspondiente recibo tiene fecha de 5 de junio. Llegaron no más que 72 ejemplares del Quijote, de los cuales 9 se destinaron al Cusco y otros lugares del interior del Perú. Más tarde se agregan nuevos embarques de la misma obra hasta completar el número de 262.

No obstante lo dicho y algo más, hasta hoy, que yo sepa, nadie ha encontrado un solo ejemplar de semejante siembra. ¿Por qué? ¿Es que, pese a la autorización de regular salida y entrada, alguien sustrajo los ejemplares en el tránsito? ¿Fueron arrebatados por el Santo Oficio de manos de sus compradores? ¿Llegaría realmente a zarpar todo el cargamento? ¿Serían los documentos pertinentes, una de tantas «hostias sin consagrar» como abundaron en el virreinato? ¿Carecían los lectores coloniales de afición a obras como la de Cervantes, y, juzgándola demasiado prosaica, o harto frívola, o nada valiosa, de consuno, en sorprendente acuerdo, la dejaron evaporarse de sus anaqueles y memorias? Tal vez el bueno del escribano que dio fe de la llegada se limitaría a lanzar bengalas a la curiosidad perulera, forzada a admitir como predios, simples minutas notariales, donde se prometen manjares que sólo llegan a serlo cuando regalan al paladar.

Me atrevo a sostener, hasta que se demuestre lo contrario —y ojalá sea hoy mismo— que los escritores coloniales no se curaron debidamente del Quijote: así resulta de su desgano para mencionarlo y de la bulimia con que se arrojaban sobre Lope, en procura de deleite y alabanza menos sonora y accesible en hombre tan a lo vivo como nuestro don Miguel.

II

Aunque en algunas fiestas populares del Perú, poco después de 1606, apareció a manera de alegórico embeleco para hilaridad y aleccionamientoDon Quijote de la Mancha, puede afirmarse que, en general, durante la Colonia, la obra cervantina halló menos acogida que la de Lope.

Se comprende. El estiramiento escolástico y la crespa retórica rimaban mejor con citas más solemnes destinadas a evitar el mote de frívolo a quien las hiciera. Ya había escrito Cervantes en el prólogo de su libro:

En lo de citar en las márgenes los libros y autores, de donde sacáredes las sentencias y dichos que pusiéredes en vuestra historia, no más si no hacer de manera que vengan a pelo algunas sentencias o latines, que vos sepáis de memoria, o a lo menos que os cuesten poco trabajo el buscallos.

Un novelista, sólo a tiranas riendas logra satisfacer el gusto de los citomaníacos. Rebosa amenidad, y eso no casa con doctores. Cervantes hendió la pulpa de lo popular, sin hieles ni asperezas. Él mismo lo dijo en el Viaje del Parnaso:

Nunca voló la pluma humilde mía
por la región satírica, bajeza
que a infames premios y desgracias guía8.

Sin embargo, satíricos y picarescos entraron a saco en la austera filosofía del Quijote, para encumbrarse sobre sus respectivas y particulares pequeñeces. Así, Caviedes, el alimeñado andaluz del Diente del Parnaso, apela a la autoridad de nuestro héroe para corroborar sus ataques contra los médicos:

Miguel de Cervantes dice
«que el enfermo que los deja
viene a ser como el ahorcado
que el cordel se le revienta»9.

Otro andaluz, pero antilimeño, Esteban de Terralla y Landa, busca el amparo de Cervantes no en las zumbas de su Lima por dentro y fuera (1792), sino en el ácido Testamento con que, muy a lo Quevedo, da el adiós a sus días:

Que al que miran en la calle
le suelen dar una plaza,
y por doña Dulcinea
se hace rico Sancho Panza;
que dan a un pobre trompeta
una ínsula Barataria,
porque logró la fortuna
de tener alguna hermana10.

No conozco o no recuerdo escritor colonial que busque la advocación de Cervantes para presentar sus obras; el mismo Concolorcorvo, tan nutrido a los pechos de Quevedo y, por cierto, de Cervantes, escamotea el nombre deeste, no el de aquél. Si Olavide, el desterrado, se aproxima a los traductores franceses de La Galatea, lo hace no ya como peruano, sino como escritor universal, ciudadano de la entonces atea Francia.

Cuando, entrado el siglo xix, dan nuestros literatos en la flor del casticismo o criollismo, según se entiendan los términos, destaca la afición a la costumbre vernácula, rotos los diques que oprimían lo popular. Don Felipe Pardo y Aliaga, clasicista eximio, a fuer de leal discípulo de Lista y su Academia del Mirto, alude poco al padre delQuijote, más entusiasmado por el grandilocuente Hugo y el fácil Beranger. De todos modos, en el trunco primer canto de Isidora, escribe:

Él a Homero creó; por él Virgilio,
se eternizó con el llorón de Eneas;
y Teócrito por él creó el idilio;
y tú al héroe manchego, España, creas11.

Los arrebatos de adhesión a los clásicos se tradujeron en sistemático y monocorde estímulo al purismo estéril y al irritante arcaísmo. De ahí la puntiaguda octava de Juan de Arona, con respecto a semejante plaga:

Los puristas de América ladinos
son como aquellos pobres escolares
que, al hacer temas griegos o latinos,
se encierran con los libros auxiliares;
y hecho su agosto en varios calepinos
de frases que no entienden, singulares,
sueltos de huesos a escribir proceden
no lo que quieren, sino lo que pueden.

¿A quiénes aludía el corrosivo sagitario? Escrito su Diccionario de peruanismos hacia 1865, aunque publicado sólo entre 1883 y 1884, cubre la época de mayor esplendor de los «bohemios» contemporáneos de Ricardo Palma. José Antonio de Lavalle y Arias de Saavedra, Emilio Gutiérrez de Quintanilla, José Arnaldo Márquez, etc. Conocedor profundo de los clásicos, en su idioma original, Juan de Arona, eminente traductor de Lucrecio y de Virgilio, sentía desdén hacia todos cuantos en vez de crear, como él (en Ruinas y Poesía peruanas), se conformaban con seguir la corriente y zurcir glosas.

Don Ricardo Palma se libró del feo vicio exegético, a causa de su espléndida mordacidad criolla. Sus aproximaciones a Cervantes, fuera de las páginas que consagró al discutido arribo del primer ejemplar del Quijote, a las ediciones existentes en Lima, a la amistad de Cervantes con Juan Avendaño, etc., no exhalan pedantería, son carne de su estilo, en el cual —perdóneseme el neologismo— sintonizan admirablemente Quevedo, Cervantes, su juvenil maestro Segura y la sal de la calle limeña. De semejante combinación —fluidez cervantina, sarcasmo quevedesco y fisga seguriana, con más una prudente dosis de propia picardía— nacen las Tradiciones Peruanas, en las que sería impropio exagerar la controvertible huella del Quijote, menos profunda que la del Buscón.

En cambio, nada sino eso, es decir arcaísmos cervantescos, brota de los ingeniosos Escritos literarios (Lima, 1877), de don Emilio Gutiérrez de Quintanilla. Fue este personaje un como evadido de las Novelasejemplares. Hombre singular, chapado a la antigua en esto y a lo futurista en aquello, su figura y su obra anticipan y justifican al sabroso Pero Galín de Genaro Estrada. Abroquelado en anacrónica «hora del habedes», elucubrador de una zurda «fabla», inexplicable si se considera que su autor trató de reencarnar a Rinconete y Cortadillo en los mazamorreros Peralvillo y Sisebuto; empleó la heterodoxa ortografía de don Andrés Bello, las cabriolas de Quevedo y un forzado y convencional acento arrabalero; su preciosismo antañón, sus escapadas a la historia y sus deleites pictóricos, no excluyeron súbitas apelaciones al espiritismo ni una tardía devoción religiosa; don Emilio inauguró nuestra novela de costumbres; y vistió al mataperro limeño de jubón y calzas setecentistas, ni más ni menos como Lizardi —con mayor aliento— consiguió que el Buscón se nacionalizara mexicano, en el Periquillo Sarniento, donde hay por lo menos ocho citas de Cervantes, contra diez de la Biblioteca, ocho de Horacio y cinco de Virgilio.

La influencia cervantina sobrepasa, cierto, la órbita del arte narrativo. Avasalla hasta a quienes se resisten a la grandeza de la cultura peninsular. Don Manuel González Prada, adalid de la subsiguiente generación literaria, nada bohemia, sino patética, censura acremente lo español, pero hace una expresa salvedad para exceptuar de sus diatribas «en la novela [a] Cervantes»12. En lo más fogoso de su polémica, en el «Discurso del Teatro Olimpo», niega la posibilidad de que alguno, cualquiera, escritor español sirva de modelo a los peruanos. No trata, empero, de ocultar su simpatía hacia Sancho, en la violenta catilinaria contra Juan Valera (206) y afirma enfáticamente en otro lugar: «Fuera de Cervantes, ningún escritor español disfruta de popularidad en Europa» (268). Prada, repito, no obstante su frenético antihispanismo, jamás cometió el error de confundir lo hispánico popular con lo hispánico académico y virreinal. Grande admirador de Santa Teresa y Quevedo, de Luis de Granada y Cervantes, de Salmerón, Pi y Margall y Unamuno, rinde pleitesía a lo que España dejó para la eternidad, salvando el escollo del flamenquismo y la pinturería. Mucho más tarde, urgido por el ímpetu de su descomunal campaña crítica, echará mano a un personaje de las Novelasejemplares para enfrentarse a un gobierno en trance de dictar nueva y absurda ley de imprenta. Concluye su invectiva de esta suerte:

«No me toquéis, porque soy de vidrio muy tierno y quebradizo», decía Tomás Rodaja a los muchachos que le amenazaban con piedras: «no me pinchen, porque soy vejiga muy delgada y reventadiza» repite hoy el gobierno a los escritores que le enseñan los dientes de una pluma13.

Sería fatigoso continuar esta visita a libros y autores. De pronto nos sale al paso Ego Polibio rapsodiando el soneto de Cervantes al túmulo de Felipe II, en una composición titulada «Remembranza» (que integra el volumen de Zanahorias yremolachas).

O es Luis Benjamín Cisneros, quien reprocha a don Miguel,

burlarte aunque con chiste ameno
del santo amor hacia lo noble y bueno14.

No todos los románticos, y mucho menos los realistas, se allegaron asiduamente a la tienda del manchego. Hasta hubo quien, en pleno «Canto a España» (1897), escrito para un concurso literario (hablo de Teobaldo Elías Corpancho) diose el lujo de saltar sobre el lomo de los siglos, sin nombrar a Cervantes ni a sus criaturas. En cambio, Chocano, al filo de la generación modernista, tomó a don Miguel como pie para sus muchas alusiones hispanistas e hispanófobas, la más célebre de las últimas aquella que empieza diciendo:

Raza de leyenda, país de museo,
España es como una macabra visión.

Tengo para mí que Chocano, estatuario y mosqueteril, se había hecho a la idea de ser él —de acuerdo con los versos de «Blasón»— un mucho Quijote y un no menos virrey. En la dedicatoria de su libro Alma América, no vacila en proclamar:

Esta es la musa que hace que mi canción se vuelva
a la española corte, del fondo de mi selva,
y bese vuestras manos en nombre de mi grey;
así podéis decirles a súbditos y extraños
que los de tierras de Indias, desde ha trescientos años,
tenemos a Cervantes como el mejor virrey.

Cuatro lustros más tarde, en delictivas y dramáticas circunstancias, el poeta, lejos de perder la característica hipérbole de su estro, reitera con impar fanfarronería una antigua promesa:

Don Miguel de Cervantes me prestará su pluma
para escribir mi nombre debajo del proceso;
Quien me enseñó su idioma, me enseñará a estar preso;
también quiso abrumarle la pena que hoy me abruma.

Y concluye el soneto de esta teatral manera:

y cuando el fiel severo del Tribunal se exceda,
me tenderá Cervantes la mano que le queda,
o arrojará a un platillo la mano que le falta15.

Desde que Darío reabriera el tema español, y Madrid perdió la guerra de Cuba, proliferaron los pespuntes cervantescos en nuestras letras. Ya vimos algunos de Chocano. En las estrofas de Domingo Martínez Luján, pomposo y colorista; en la doctoral prosa de Polar, autor de Don Quijote en Yanquilandia; en casi todos los periódicos y discursos y hasta seudónimos literarios de entonces asoma frecuentemente el «Caballero de la Triste Figura». Por eso, es natural que el «Poeta de la juventud» de 1912, José Gálvez, merodee también, épicamente, el asunto quijotesco:

El tiempo nada puede con lo que grande ha sido,
que grande en la memoria, pese al tiempo, será:
don Quijote arremete con su lanza al olvido,
y su voz sobre el tiempo siempre resonará16.

A partir de ahí, raro es el literato que no ensaye, chambergo en mano, amplio saludo al padre de «La Gitanilla». Reinciden Felipe Sassone y Gálvez; incurre en el tópico el propio Lora («Solemne don Quijote, te besaré en la frente», le dice a Chocano en un soneto), no obstante sus simpatías por Samain, Bilac, Stecchetti, Machado de Assis y Darío); analiza y bordea el tema Ventura García Calderón muy a menudo, especialmente en su encuesta sobre «El Quijote en París y en las trincheras»17.

Desde luego, entre los más fervientes y mejor enterados cervantistas figura José de la Riva Agüero, miembro de la misma generación; suele también apelar al símil del idealismo manchego, Víctor A. Belaúnde, Enrique Bustamante y Ballivián, inserta en su libro Elogios, un «Himno al Quijote» que tiene por leitmotiv esta estrofa:

No fue una ironía
del buen don Miguel de Cervantes
esa flor de andantes
caballeros de la fantasía18.

En medio de las improvisaciones de su Belmonte, el Trágico, Valdelomar subraya la decisiva acción de Cervantes en las letras universales, verdad que haciéndole perder prestancia al codearle con gente de menos cuantía. César Falcón, del mismo grupo que Valdelomar, se encarniza con el Manco, al dibujarse a sí mismo como el Cervantes de la peruana novela, en su reciente libro El Buen Vecino Sanabria U. (México, 1917).

Olvidemos a muchos: dejemos las menciones con que saludan al genio de Cervantes, Enrique López Albújar, Clemente Palma, José Carlos Mariátegui, Percy Gibson. Hágase constar, según ordenan las normas, que José María Eguren no apela en sus versos al Quijote, mientras que César Vallejo, poeta a su manera popular, porque vivió en la entraña del pueblo, escribe en su «Himno a los voluntarios de la República»:

El mundo exclama: «Cosas de españoles» —y es verdad.
Consideremos:

durante una balanza, a quemarropa
a Calderón dormido sobre la cola de un anfibio muerto
o a Cervantes diciéndome: «Mi reino es de este mundo, pero
también del otro»: punta y filo de dos papeles.

Y por cierto que, según se anda viendo ahora, el reino de Cervantes era de este mundo —el terreno— y del otro —el celeste—; o, entendida la frase de diverso modo: de aquel mundo, el hispánico, y de este, el americano.

Mas, ya me acerco al final de la indispensable enumeración que justificará el calificativo de «bien documentado», y ojalá no mal pensado discurso, según alguien motejará mi trabajo y, antes de arrojarme de la montura de mi leído Clavileño, para marchar con mis propias piernas, debo incluir entre los cervantistas, con su gusto o sin él, me da lo mismo, a Martín Adán, el agudo y fino autor de De lo Barroco en el Perú, los Antisonetos y Lacasa de cartón; y a Carlos Gutiérrez Noriega, profesor sanmarquino, el cual ha descrito, en magníficos trabajos, las olvidadas relaciones entre Cervantes y la Medicina y el perfil psicopático del Quijote. Antes de forzar más la memoria y convulsionarme de asma erudita, pongo punto final a esta parte y me lanzo a diverso coto, no vedado, aunque sí a menudo intransitable.

III

También dijo Cervantes: «Oh corte, que aletargas la esperanza de los atrevidos pretendientes y acortas las de los virtuosos encogidos, sustentas abundantemente a los truhanes desvergonzados y matas de hambre a los discretos vergonzosos»19.

Fue su drama. Como no logró por insobornable condición de su espíritu, ser hombre decorte, aunque lo intentara, los «atrevidos pretendientes» y los «virtuosos encogidos» del Perú rehuyeron su compañía, y más bien se echaron a buscar la de Lope, Mira de Amescua, etc., fáciles padrinos de difíciles engendros, cuyo patronazgo no habría quizás aceptado Cervantes, por ningún motivo. Los coloniales prefirieron a otros: a Lope, «Lopillo», «por lo vega, llano», a Góngora, el exorcizador, y al malabarista Gracián, antes que al saludable y robusto Cervantes. Tal conducta se reproduce después. No llama, pues, la atención verla repetida en Pardo y Segura, adictos al costumbrismo y al proscenio; ni en Palma, tan apicarado; ni en Prada, tan moralizante. Sólo el que fuese escritor vital, de primer agua, de esos que como Unamuno gritan, a grito herido, «No hay otro yo en el mundo», está inhabilitado para recorrer el periplo cervantino. Lope poseía un estilo didáctico y pegajoso, de moderadas cuestas para no cansar las piernas del perezoso trepador. Lope practicó también la adulación a los americanos en su Laurel de Apolo (1630), en que nos hizo el timo de Amarilis, para cilicio de picapapeles. Lope, además, estimuló la facundia con sus 1800 comedias, y la simulación con su doméstico erotismo de clase media. Formidable en sus raros y eminentes aciertos, ignora el dramático descenso a los infiernos, discretamente defendido como vivió por una sencillez de mediopelo. Cervantes, no, y por eso lo miraron mal las gentes decorte. Ni siquiera en sus valetudinarios Trabajos de Persiles y Sigismunda se rebaja a la insipidez. Cautivo y presidiario, mantiene la ira a buen recaudo para que su fruncido ceño se abstenga de ensombrecerle el alma. Su equilibrio innato, desarma toda hipérbole; su profunda simplicidad, troncha todo hipérbaton. Cervantes jamás fue escritor colonial, ni colonizado, ni colonizador. Anti-colón por excelencia, deja crecer su gloria a fuerza de encarnizarse en cuanto los demás olvidan: fantasía, sentimiento, caricatura, airón, propósito. De esencia liberal, liberta a un tiempo galeotes e imaginaciones.

A Lope y Góngora les siguen de rodillas los versificadores del Perú virreinal: a Cervantes, nadie que yo sepa. Es que la poesía era entonces arte refleja, y la novela, como hoy, arte de creación y de sorpresa.

Yo soy aquel que en la invención excede
a muchos, y al que falte en esta parte
es fuerza que fama falta quede20.

Merece reflexión este terceto cervantino. A Góngora, como a Lope, le acechan los galanes, le plagian los teólogos, le adoban y sobajean los cortesanos, le enarbolan los áulicos, de donde aquel que fuera cisne inigualado y magnífico retor, resulta semillero de alocados hiperbatones, secas lítotes, rumorosas similicadencias, abstrusos retruécanos, recargadas metáforas y, de cuando en cuando, por no herir la susceptibilidad del «divino» Herrera, una que otra distraída hipérbole. Cervantes no. Cervantes despierta la oliscona repulsa de los palaciegos, el chafado desdén de los clérigos. Cervantes no. Cervantes inventa. Cervantes, además, huele a cebolla y ajo vernaculares, sabe a pan de centeno, y a trigo, y a queso, y a judías, y a «duelos y quebrantos», según el giro quijotense.

Los regüeldos de Sancho traducen prosaicamente los suspiros de Polifemo. El escritor colonial de todo tiempo mira a Cervantes a menos porque le envidia a más. Góngora reluce por lo entorchado, ágil, musical y misterioso. Utilizando sus tropos puede planearse la aventura de escalar el Pindo, aunque sea en una alcoba. Cuando el reverendo Juan de Ayllón descubre en Lima a Góngora, experimenta enseguida el comején de un tema exótico, con el cual retorcer las espirales de su recién aprendida retórica, en torno a impalpables columnas; salta entonces al Japón, imaginariamente; convoca a 23 ignotos mártires de la fe, y aterriza en una imprenta limense, a la que implacablemente aflige con sus taraceadas estrofas. Apenas habían pasado, a esa fecha, catorce años de la muerte de Cervantes, Shakespeare y el Inca Garcilaso, sacrificados en el altar de la sencillez eterna. Y apenas hacía veintidós de que don Quijote adquiriera el intolerable hábito de escaparse de su aldea, y luego del sepulcro, a dialogar con el Cid sobre las ventajas de ganar batallas después de la muerte y, en su particularísimo caso, después de morir sin haber nacido. Si bien Concolorcorvo cultiva un arte de narrar, entre quevedesco y cervantino, bueno será decir que se cuida muchísimo de confesar su amistad con Cervantes, a pesar de que algunos relatos de gauderios y posadas, evocan las aventuras de la venta imaginada castillo. Dígase lo que se quiera, nadie lavará a nuestros coloniales de haber pospuesto en sus escritos la gloria del Quijote, a quien el vulgo, siempre zahorí, festejaba con creciente entusiasmo.

Hay un conato de explicación al cual me aferro desesperadamente, a falta de otro mejor. Arribo a él por la tentadora ruta de las analogías: me refiero a nuestra carencia de novela. Mientras privaban los poemas cortesanos y engoladas historias, la novela mantuvo un soberbio aislamiento. Los cronistas solían aproximarse a la realidad, pero, después de pellizcarla golosamente, se volvían ufanos a sus cuarteles de historiografía y escolástica, como viejo verde a su hogar después de haber echado una cana al aire. Así anduvieron, hinchando el pecho, de puro vanidosos, el Garcilaso de La Florida, el Sigüenza de Losinfortunios de Alonso Ramírez, el Pineda y Bascuñán de El cautiverio feliz, el John Smith de la Verdadera relación. La vida exultaba episodios, de suerte que la fantasía llamose a quietud. Por consiguiente, nada tenía que hacer con Cervantes, cuya característica fue, precisamente, la de someter la realidad a su antojo, recrearla a su sabor, y así, transformada por la fantasía, metérnosla a los demás por ojos y magín.

Una literatura ayuna de novelas, tiene que mirar con desconfianza a un novelista ciento por ciento: da grima usar este último giro, aplicado al autor del Quijote, incapaz como él fue de entender cálculos tan prosaicos, habitante de un mundo de Shylocks y Franciscos de Borja, es decir, entre la usura y el desprendimiento, límites sin duda de todo porcentaje. Los que leían a Cervantes, le buscaban como acicate del ensueño, para penetrar en lo inesperado, lejos de toda norma cotidiana. Publicado bastante, leído mucho, imitado nada (porque esto último era muy difícil si no imposible, y el hombre posee una ciencia intransferible de sus limitaciones). Cervantes se vio obligado durante la Colonia a permanecer en la antecámara, con los pedigüeños; en la cuadra, con los mozos; en el corredor, con los viandantes. Se le permitía pasar al salón, siempre que no estuviesen los nobles dueños de casa; y al refectorio, con tal de que moderase el hambre del gaznate y el tono de la voz. Cuando se ha sufrido cautiverio entre moriscos, y mutilación de una mano entre cristianos, y la cárcel entre deudores, que son una raza diversa, y se ha escrito, fatigosamente, un libro memorable, el alma de su autor se acoraza contra lo no pensado, y la del lector contra lo sí leído. Así avanza, entre olvidos y negaciones, por muchos años, la majestad de Cervantes en la literatura peruana.

Contra lo que algunos han dicho, y a pesar de lo arriba expuesto, soy de los que sostienen la índole anticervantina de nuestras letras. Diré mejor, su esencia anticlásica, inhumana y ahumanística.

Fundamentalmente discrepo de Riva Agüero sobre el particular. Si clásico significa equilibrio de las facultades espirituales, quienes exageran la befa, el loor, la diatriba y el lamento, mal pueden reclamar el mote de ponderados. Asusta la facilidad con que solemos confundir a menudo los valores. Timidez y rutina logran parecer ponderación y mesura, durante un lapso; siempre no. Porque apenas roto el freno que obligaba a reprimirse, irrumpe el caudal de lo callado, de lo secreto y verdadero, y se desboca la ira espontánea, el insulto connatural, el sarcasmo biológico. Los razonadores no proceden así: Pascal y Descartes, Flaubert y Proust difieren en todo, excepto en un culto innato a la lógica, a la razón y al clasicismo.

Por otra parte, si lo típico del acento humano radica en cierta sencillez y ternura, los engolamientos y cabriolas alejan ambas. Si el humanismo consiste en beber el agua de primera fuente, y castigar la expresión para que renuncie a lo llamativo, padecemos de lo primero y, a fuerza de posponer el diccionario, hemos disminuido nuestro léxico, atentando contra la precisión, apelando al incapaz sinónimo, cuya existencia recuso tercamente. Como en Cervantes se topa el lector con la ternura, primero; la simplicidad, después; una profunda versación en artes y ciencias de su edad, luego, y, por último, con un formidable dominio de su instrumento expresivo, me parece audaz el aserto de llamarnos clásicos o clasicistas, y peor aún, el de reclamar a Cervantes «como el mejor virrey».

Cervantes dicta permanente cátedra de saber decir, o sea de decir, sin esfuerzo ni rebuscamiento, ni mas ni menos. Si lo mejor de su pluma brotó entre las cuatro paredes de una celda, ello fue porque, acallada ahí su inquietud andariega, el corazón, urgido de escuchas, se libraba airosamente de que le arrastrasen las fantasmagorías. Lo dice muy bien el diálogo entre Babieca y Rocinante, al abrirse el Quijote. Dice Babieca: «Metafísico estáis. —Es que no como, responde Rocinante». Aristóteles enseña que la filosofía ocupa una etapa posterior a la mera vivencia(primum vivere, deinde philosophari). Cervantes aclara e invierte: la filosofía nace de no vivir, y el no vivir del no comer, de donde metafísica y hambre se confunden aristotélicamente.

A propósito recuerdo un juicio cervantesco, no muy explotado aún. Aparece en el libro noveno de La Galatea. Helo aquí: «Mi nombre es Calíope: mi oficio y condición es favorecer y ayudar a los divinos espíritus, cuyo noble ejercicio es ocuparse en la maravillosa y jamás como se debe alabada ciencia de la poesía».

De nuevo tendremos que habérnosla con Aristóteles, nada conforme otra vez con nuestro héroe. Establece el Estagirita en su Poética (ed. México, 1946, pág. 5), dos causas naturales de la poesía: que el hombre es ser imitativo por excelencia, y que se complace en reproducir sus imitaciones. «Desarrollándola en sus naturales pasos... [los hombres] dieron a luz en improvisaciones, la Poesía». Dado su carácter improvisado y subjetivísimo, la poesía se clasifica «según el carácter propio del poeta». Poesía se confunde, pues, con creación: la poesía y la fábula se complementan.

Para Cervantes, poesía representa tanto el acto de soñar e inventar como el adiestramiento para expresar los sueños o invenciones, y hasta creo que más lo segundo que lo primero. Como la novela (prosa) era el reducto de la invención, desde las de hadas, gigantes y caballeros hasta las de pícaros, se dejaba al verso un papel rapsódico o exegético, menos inventor e inventado que la novela. Con excepción de Góngora y algún otro, la mayor parte de la poesía del tiempo cervantesco fluye de la prosa (Montemayor, Cervantes, Gracián, Quevedo, Luis de Granada, Teresa, Luis de León) que no del verso.

Con lo cual volvemos al tema de por qué Lope y no Cervantes, Góngora y no Cervantes, Quevedo y no Cervantes, Quintana y no Cervantes, absorben el interés de nuestros escritores coloniales, mientras que el vulgo contemplaba devoto, y hasta abobado, el inacabable discurrir de don Quijote y Sancho. Se enfrentaban en el alma popular la novela como refugio de la invención o poesía; el verso a menudo como exudación de la prosa.

Queda mucho por decir al respecto, mas no ahora ni aquí. Después de tan largo paseo por bosques de comentarios y eriazos de creaciones o de re-creaciones, despierta de mi olvido un pensamiento de Unamuno. Glosando el salmantino la Vida dedon Quijote y Sancho, llega a la parte en que el Cura y el barbero expurgan la biblioteca de aquél: «Aquí —escribe Unamuno— inserta Cervantes aquel capítulo VI en que nos cuenta el donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo, todo lo cual es crítica literaria que debe importarnos poco. Trata de libros y no de vida. Pasémoslo por alto» (pág. 55).

Por cierto, lo perdurable de las obras literarias suele ser su contenido o fondo, al que se liga, en ocasiones, el continente o forma, que si se hace piel y no vestimenta, resulta siendo el continente tan contenido como el contenido mismo y no menos trascendental.

Es lo que pasó con Cervantes. Importan casi nada su bibliosofía y su bibliografía; lo entrañable de él está en su filosofía, digo, en su biosofía, a flor de pluma, ya que escribía como quien respira, natural, armónica y desembarazadamente.

Libre, de una auténtica libertad, prescindió al fin de lacorte, sin curarse de que la corte le menospreciara. Si exaltó la honra de los caballeros de «rocín flaco y galgo corredor», ello fue porque también, según atinado apunte de Unamuno, honra y personalidad se confundían para el español de tales tiempos, y nada valía más para Cervantes que su yo, sublimado en su honra, en la honra: tan tenía clavada en el alma esta identificación conceptual que, al ver una cuerda de galeotes, se precipita a darles libertad, porque no admite que la personalidad se encadene, y por tanto que la honra se engrillete, y por tanto que se subsista o se viva sin libertad, complemento de ésta y definición de aquélla. No le importa, después, la pedrea con que le tunden los infelices; la ingratitud, si acaso, le duele, porque implica deshonor, manquera del yo, renunciamiento a la libertad, a la honra esencial del alma.

En la segunda parte, lejos ya del infortunado experimento de los galeotes, pronuncia esta profunda reflexión:

La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos: con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra, ni el mar encubre. Por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres.

Me interesa más, a despecho de la multitud de otros motivos y razones, me interesa más lo antedicho, como filosofía quijotesca, que todo el resto. Ello, ese párrafo solo, explica en parte la desinteligencia entre nuestra literatura y Cervantes, atenida aquélla a vivir sin un hondo y cabal sentido y ejercicio de la libertad; forzada —y a veces ¡ay! jubilosamente— a soportar cautiverios y cadenas. «Por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida». Si lo que más amorosamente recata el hombre suele ser su vida, tanto como su honra; si el mayor miedo que lo acongoja es el de la muerte; y si no le es permisible eludir aventurar aquélla y encarar a ésta, en defensa de honra y libertad; estas dos virtudes, ellas y nada más, justifican los riesgos y congojas que empaparon con su melancolía la existencia del héroe cervantino. En la medida que semejante proceso coincida con la actitud de la literatura de un país, seráesta permeable a Cervantes, o nada más que admiradora escolar de su genio.

«Por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida». La cultura en último análisis, sólo consiste en saber cuándo y por qué hay que aventurar la vida. La cultura es algo muy serio, no se la puede identificar con la mera ilustración ni con superficiales juegos de ingenio. Contra ambos desvíos blandió su fantasmal lanzón, digo librote, aquel cuyo natalicio acaeció en un lugar de España, de cuyo nombre no quiero acordarme, el año de 1547, un día que la historia tampoco quiere recordar.

  • (1) Germán Arciniegas, Jiménez de Quesada, Bogotá, 1938. volver
  • (2) Cervantes, La Galatea, 1585, libro IX. volver
  • (3) Guillermo Lohmann Villena, El arte dramático en el Virreinato del Perú, Madrid, 1945. volver
  • (4) Calancha, Corónica Moralizada del Orden del Padre San Agustín, Barcelona, 1635. volver
  • (5) Ricardo Palma, Mil últimas tradiciones peruanas, Barcelona, 1906. volver
  • (6) Francisco Rodríguez Marín, El Quijote y Don Quijote en América, Madrid, 1911. volver
  • (7) Irving A. Leonard, estudios diversos publicados en la Hispanic Review. volver
  • (8) Viaje del Parnaso, cap. IV. volver
  • (9) Caviedes, Obras, Lima, 1947, pág. 320. volver
  • (10) Simón Ayanque, Lima por dentro y fuera, ed. París, 1924, pág. 189. volver
  • (11) Pardo, Obras, pág. 68. volver
  • (12) Páginas libres, 3.ª ed., Lima, 1946, pág. 24. volver
  • (13) Manuel González Prada, Horas de lucha, Lima, 1908, art. «Nuestro Licenciado Vidriera». volver
  • (14) Cisneros, De libres alas, pág. 107. volver
  • (15) «La gloria del proceso», en el Libro de mi proceso, CIAP, Madrid, 1931, pág. 7. volver
  • (16) José Gálvez, Canto a España, 1909. volver
  • (17) Une Enquête littèraire: Don Quichotte à Paris et dans les tranchées, pub. du Centre d'Etudes franc-hispaniques, de l'Université de Paris, 1916. volver
  • (18) Se titula «Elogian al Quijote», págs. 86-87. volver
  • (19) Las Novelas ejemplares, «El Licenciado Vidriera». volver
  • (20) Viaje al Parnaso, IV. volver
  • (*) (Tomado de Luis Alberto Sánchez, «Preludio cervantino», en Luis Alberto Sánchez, José Jiménez Borja, Augusto Tamayo Vargas, Manuel Beltroy, José Gabriel, 4.º centenario de Cervantes, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima, 1948, págs. 101-136.) volver

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CVC. El «Quijote» en Perú. Preludio cervantino. Luis Alberto Sánchez. (2024)

FAQs

¿Dónde estaba Miguel de Cervantes cuando escribió Don Quijote de la Mancha? ›

Es tradición popular que estando preso en la Casa de Medrano, en Argamasilla de Alba, Cervantes comenzó allí a escribir El Quijote.

¿Qué temas trata Cervantes en el Quijote? ›

Los temas: locura, realidad, ficción, sueños, justicia, verdad… En la obra de Don Quijote se abordan una gran variedad de temas como pueden ser por ejemplo la locura, la realidad, la ficción. La obra desafía los estándares del momento y cuestiona aquellos ideales y estereotipos sobre lo romántico y lo caballeresco.

¿Dónde escribió Cervantes la segunda parte del Quijote? ›

Hay más lugares asociados a Cervantes en Madrid como la taberna Casa Alberto (situada en el edificio donde Miguel de Cervantes escribió Los trabajos de Persiles y Sigismunda y la segunda parte del Quijote), la Sociedad Cervantina (situada donde se imprimió en 1605 la primera edición del Quijote), la Biblioteca Nacional ...

¿Cuándo Cervantes Público Don Quijote? ›

En el verano de 1604 estaba terminado el primer libro, que apareció publicado a comienzos de 1605 con el título de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. El éxito fue inmediato. Este libro está dividido en cuatro partes, en las que se cuentan las dos primeras salidas del caballero.

¿Cuál es el verdadero nombre de Don Quijote de la Mancha? ›

El nombre del personaje principal, “Alonso Quijano“, está inspirado en una persona real, concretamente, en el tío abuelo de su mujer Catalina de Salazar y Palacios. No solo tiene su mismo nombre, sino que además comparte algunas características con él.

¿Dónde se encuentra el libro original de Don Quijote de la Mancha? ›

Desde la primera edición de la Primera Parte por Juan de la Cuesta en 1605, las ediciones en castellano de Don Quijote de la Mancha están ampliamente representadas en la colección cervantina de la Biblioteca Nacional de España.

¿Cuál es la moraleja de Don Quijote de la Mancha? ›

Una de las moralejas de Don Quijote de la Mancha es aconsejar a los individuos y a los gobernantes de tener los pies en la tierra. Carlos Fuentes definió esta novela como “la primera novela de la desilusión, la aventura de un loco que recobra una triste razón”.

¿Cuál es la moraleja de Don Quijote? ›

Hay que vivir la vida de forma genuina, apasionada, a pesar de lo que piensen los demás . Ése es el principio central de "Don Quijote", según el profesor Ilan Stavans. Stavans no está solo en su amor por ese libro.

¿Cuál es la frase de Don Quijote? ›

“Por la libertad, así como por la honra, se puede y se debe aventurar la vida.” “Confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades”. “Y verá el mundo que tiene contigo más fuerza la razón que el apetito.” “Casamientos de parientes tienen mil inconvenientes”.

¿Quién es el verdadero escritor del Quijote? ›

¿Cuál es la causa de la muerte de Don Quijote? ›

1La muerte de don Quijote cierra el relato de sus aventuras. Como Tirant lo Blanc, don Quijote muere en su cama, cristianamente y tras haber hecho testamento. Pero, al contrario de Tirant1, don Quijote muere después de haber recobrado la «cordura», es decir que no muere como caballero sino como buen cristiano.

¿Quién era el falso Quijote? ›

En 1614 se publicó una continuación falsa o apócrifa, firmada con el nombre de “Alonso Fernández de Avellaneda, natural de la villa de Tordesillas”. Por eso se conoce como el Quijote apócrifo de Avellaneda.

¿Por qué se llama Don Quijote? ›

Las tiendas de nuestra empresa llevan el nombre del héroe de la novela de Miguel de Cervantes , cuyo estilo corresponde a nosotros mismos desafiando restricciones y regularidades injustas, ofreciendo con valentía y agresividad desafíos a la industria minorista convencional. Nuestra mascota pingüino, Donpen, significa Don Quijote Penguin.

¿Por qué Don Quijote es tan famoso? ›

Don Quijote es considerado por los historiadores literarios como uno de los libros más importantes de todos los tiempos y a menudo se lo cita como la primera novela moderna . El personaje de Quijote se convirtió en un arquetipo, y la palabra quijotesco, que solía significar la búsqueda poco práctica de objetivos idealistas, entró en uso común.

¿Qué es lo más valioso de Don Quijote? ›

En su biblioteca don Quijote alberga las mejores novelas de caballería de su época. La más valiosa de todas ellas es la que narra las aventuras del caballero andante Amadís de Gaula, de Garcí Ordoñez de Montalvo.

¿Qué motivo a Miguel de Cervantes a escribir Don Quijote de la Mancha? ›

Un libro de Javier Escudero expone que el escritor se basó en un hidalgo de la localidad toledana de Esquivias para escribir la obra cumbre de la literatura española. Miguel de Cervantes no solo concibió una de las más grandes creaciones de la literatura universal, sino también un personaje que perduraría siglos.

¿Qué pasaba en España cuando se escribió El Quijote de la Mancha? ›

Se trata de un periodo crítico en la historia de España, que supone el paso de la grandeza del imperio a su decadencia, a causa de la crisis política, económica y social. Las guerras, las enfermedades, el clima adverso, las malas cosechas y las más diversas calamidades azotan Europa.

¿Cuánto tiempo tardó Cervantes en escribir Don Quijote? ›

Realmente todo se vuelve realidad para él cuando publica Don Quijote en 1605, que sabemos que contiene fragmentos de texto en los que ha estado trabajando probablemente durante unos 20 años .

¿Dónde transcurre la obra de Cervantes? ›

Sea cual sea la ruta que Cervantes imaginó para su personaje, lo cierto es que la gran mayoría de las aventuras transcurren en La Mancha.

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Author: Kelle Weber

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